Rodolfo Sánchez Garrafa
La poesía leída aquella vez por Martín, y una amigable correspondencia que mantuve con él en los meses siguientes, hicieron que examinara con interés su manuscrito denominado Ojos errantes Ventanas rotas que todavía permanece inédito. A propósito de esta lectura, escribí un breve comentario en julio de 2016, texto que juzgo apropiado compartir ahora:
Este escrito no responde a una concepción romántica que asocie ciertas expresiones de extraordinaria creatividad poética al flagelo de los trances depresivos, pero sí puedo decir que cuando conocí al poeta Martín Gala,* esto fue hace seis años en Cuzco durante las jornadas poéticas de "Enero en la Palabra", me fue visible su particular sensibilidad, su capacidad de tejer metáforas perturbadas sobre una vida permeada por la tristeza, el sentimiento de soledad y el vacío.
A la derecha, el poeta Martín Gala |
AL OTRO LADO DE LAS VENTANAS ROTAS LOS OJOS
DEJAN DE ANDAR ERRANTES
Trataré de ser consecuente con las frases que Martín Gala ha tomado para nombrar su poemario Ojos errantes Ventanas rotas. Al leerlo he podido advertir la confrontación de sucesivas situaciones, que forman parte de una identidad personal examinada en su diacronía. El núcleo temático deviene del quiebre experimentado por el poeta en su posicionamiento primario ante la vida, hecho que le lleva a percibirse a sí mismo como un viajero privado de sus referentes más preciados, que atrás quedaron, presos en el muro de una historia no contada.
Su discurso describe dos tiempos. El primero, concierne a los años casi bucólicos de la niñez y la adolescencia, en los que Martín conoce la tristeza y la frecuenta en largas horas de pena, que no le impiden erigir al amor maternal y al calor del hogar familiar como un espacio eterno, en cuyos rincones ignotos intenta atrapar una felicidad huidiza. El segundo, se asocia con la juventud y la adultez, tiempo en el que la lucha contra la corriente opresora del ambiente se hace agobiante y cuyos pequeños oasis acaban perdidos en el desierto. Desde el presente, estos tiempos se contradicen. Un anhelado retorno a los días de oro halla provisorio refugio en los recuerdos, las cenizas de lo vivido alimentan una existencia mórbida, segmentada en compartimentos estacionales, y se encogen por debajo de los sueños, mientras la ciudad se traga la vida después de diluirla en imágenes imaginadas y aparentes.
Así pues, el autor deviene en preso de sus recuerdos y olvidos siempre presentes. De manos de su madre reconoce rincones ocultos y los recupera del olvido, al hacerlo retrotrae un origen remoto que parece hablar y que mantiene su ilusión de atrapar la felicidad con las manos. Al otro lado del puente, pasa a ser un rebelde que no tarda en encontrar sus propias razones para contestar al mundo desde la perdida inocencia de sus sueños, desde su horizonte partido en dos caminos.
De pie en los acantilados del tiempo inexorable, exhuma vivencias que quedaron suspendidas al filo de la memoria. Sus versos expresan una confrontación dialéctica entre la infancia que aflora humedecida por la tristeza y cada nuevo día que nace acuciado por la brevedad del tiempo humano, lo que le lleva a decir: “… las lágrimas que corrieron por mis pómulos son ríos profundos que nacen de los cielos del alma”.
Se trata de una poesía joven y madura a la vez, que en buena parte evidencia un aliento intimista, y crudo cuando es preciso. Recuerdos que actualizan la socialización temprana vivida por el poeta, emergen como huellas de una heredad que el tiempo se encargó de enajenar. El campo, con su río, sus chacras heráldicas en el valle medio de la franja costera, es escenario de reminiscencias primordiales, un espacio perdido yace en el olvido, pero está muerto. Su evocación nos revela el lugar aquel donde el poeta despierta a la hazaña de vivir y tiene su primer encuentro con la idea de la muerte, vista como el infierno de los humanos. No es gratuito que la partida de personajes memorables, del abuelo extraño y de los amigos queridos, acentúe los sentimientos de soledad que en cada verso teje el poeta con hebras de pena infinita, aún cuando racionaliza las ausencias no como hechos terminales sino como un receso benevolente.
Asediado por la alteración en su vínculo humano con las experiencias de lo vivido, escribe sobre: “Los estribos refractarios ceñidos en el paciente otoño”, “el cielo gris que quiere perpetuarse en los sentidos” “el hastío de las personas”, entregándonos reflexiones desde umbrales oscuros de la conciencia, ejercicios de impetuosa catarsis que se abren paso en medio de circunstancias adversas: “El poste caído/ gravitacional/ grave/ como enfermo de chongo parroquial” “¡Que me traigan las ansias comestibles!/ que entiendan los muertos la traición del infierno/ que distraigan los ojos la miseria interdiaria”.
Ajeno a cualquier enmascaramiento, desnuda la insólita imagen que de sí mismo ve reflejada en espejos rotos: “Quiero ser el abril violento de los demonios transversos/ la prosa maldita del asesino de versos/ el atrevimiento de las ramas caníbales/ la ausencia de los juegos tribales/ Porque soy todo en un millón de cosas/ el más malo de los malos/ pendejo entre los perturbados/ un sicario de las hojas caídas/ claustrofóbico dentro un útero. Más allá de los límites naturales de su fuerza física, avista el trote del otoño estacional de la vida como tienen que haberlo hecho Schopenhauer, Kierkegaard y Sartre, mas no retrocede. Su ímpetu poético le lleva a enfrentar la ignorancia humana, a interrogar sobre problemas no resueltos, y exponerse sin temor a sufrir contrariedades, por lo que su acentuada tristeza no es llanto de impotencia sino pena de coraje.
Con todos los atributos descritos, la poética de Martín Gala puede ser considerada como una denuncia de la condición humana. Muchos de sus versos constituyen una proyección sublimada, cuasi morbosa y obsesiva, de la muerte. En su imaginario, los sueños y las alegrías rondan en la periferia de lo absurdo. Su protesta embriagada, apátrida, experimental, henchida de imágenes mentales, exhibe un lenguaje muy propio, plástico y a la vez contundente, apropiado para dibujar frustradas expectativas de vida, pero no desde la estulticia sino desde la más lúcida mirada que puede prodigarse a la impotencia humana. Es así cómo las figuras de su protesta proclaman descarnadamente una visión del mundo teñida de pesimismo metafísico: “Tan cero como nada, tan vacío como absoluto”, “Ha muerto el viento/ han caído las aves/ murió el ratón de campo/ el ultimo vástago bastardo de la noche”. “No hay piedras/ ni vida/ ni muerte/ el sentido se esfumó por la ventana trasera/ y la paciencia a punto de estallar/ merodea los límites de la desgracia”.
No es banal la presencia de grandes literatos como Vallejo, Bukowsky y Borges en los epígrafes elegidos por Martín Gala. Es que también para él todo cambia y solo permanece la paz de la muerte. La energía con que exorciza las horas invertidas, aquellas que van en sentido contrario a su curso natural, motiva un extraordinario despliegue poético de su parte y un brindis frente al destino irremisible. A la luz oscura del desaliento, los ojos escindidos del pasado soportan un frío que mata; detrás de la ventana, sus miradas monocromáticas desafían a las difusas reflexiones que hacen las sombras. Los días de plenilunio son constantes como constante es la angustia registrada en la bitácora que nos confía Martín Gala. Juzgo este testimonio de entereza como digno de ser leído. En sus páginas, el insomnio deja de pertenecer a las almas marchitas y, en un acto de amor, se entrega al solitario de las muchedumbres para encarar, junto a él, a la más íntima de las soledades.
Anticipo que la posición del poeta no es, en última instancia, una llana aceptación de lo inevitable. Lo que anida en su mente y en su pluma es un desprecio frente al destino. Bajo el peso de las penas, su escritura a solas responde a la necesidad de hacer una cruda advertencia sobre la insensibilidad humana. Al otro lado de las ventanas rotas sus ojos dejan de andar errantes. Entonces, pese a toda desesperanza y miseria humana, su mirada tiene brillo y su voz rebelde retumba en el propio infierno, para liberar al pensamiento, al arte y al amor. Los versos resultantes predican la construcción de un mundo nuevo y hacen constar la huella de unos pies triunfantes sobre los despojos del averno. Me aferro a tales versos para seguir viviendo.
Rodolfo Sánchez Garrafa
Julio de 2016.
Han pasado seis años, mucha agua ha fluído bajo el puente. He sentido consolidarse la poética de Martín Gala en la dirección ya trazada por él mismo, desde un principio. La suya es una poesía conmovedora y terrible, que acaba de devastar lo que encuentra devastado y, sin embargo, no puede menos que dejarnos pasmados por lo que expresa y el modo en que lo hace, por su ética y su estética tan singulares. Aunque él se siente un fantasma que, por detrás de su escritorio sigue sus pasos en la brumosa neblina de un inverno cósmico, se ha ido engrandeciendo y tiene que saber: que su pluma es inmensa, filuda, implacable, carnicera, la muerte misma su prisionera; entre tanto, Martín se ha descubierto un deprimido crónico bipolar, su vida es asolada por una sequía de vínculos y una pérdida de asideros.
Hace poco, este poeta escribió lo siguiente: "Hay lugares comunes donde no puedo transitar. He dicho tantas veces ¡Basta!, y me voy quedando solo, incendiándome en esta fatalidad, en estas cuatro paredes de canciones y cortes. Ya estoy en la última parada, tan joven".
Es evidente que sus duras y contundentes palabras no hacen concesiones a la vida. Temo saber lo que le ocurre y estar también convencido que no hay quien pueda correr en su auxilio con lo que él pueda necesitar. Así pues, le respondí en los términos que me es posible hacerlo, sobre todo ahora que acabo de volver a esta vida peculiar y transitoria, retando, invocando, entregando lo que pude entregar y posponiendo lo que era dable posponer: "Martín Gala es una de las más brillantes voces poéticas que yo haya conocido en mi trayecto. La distancia generacional no me ha permitido un acompañamiento más sostenido, algo que está más allá de la voluntad; sin embargo, no dejo de pensar que con alguna frecuencia no nos quedamos solos, sino que dejamos solos al ánimo, al coraje, a la fuerza. ¡Martín! Vuelve sobre tus pasos, siempre fuiste grande y ni siquiera necesitas que alguien te lo diga. No hay última parada, hay paraderos donde uno baja porque quiere o porque no sabe lo que quiere. Tú sabes lo que quieres, siempre he de respetarlo. Te doy un inmenso abrazo".
A esta altura no sé qué pueda pensar Martín, menos sé cuánto pueda interesarle lo que alguien como yo le diga. Quizá, como a mí, pueda serle decisivo el solo saber que en la amplia sala de la soledad y del sentirse inermes, infunde sentido a las cosas el saber que hay otras sombras ajustando nuestros brazos a la soga de la existencia universal.
Chorrillos, 1º de febrero de 2022.
* Martín Gala (Piura 1987). Creció en Parcona, Ica. Cursó filosofía en la Universidad Nacional San Luis Gonzaga de Ica, se describe como asiduo lector de causas perdidas. Uno de sus perfiles dice: "Soy profesor de Filosofía y escritor. Me especializo en el trato directo y emocional con los estudiantes. Asimismo soy redactor y generador de contenidos, de índole social y científica".
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