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José Watanabe Varas. A propósito de su poema «El nieto»

Rodolfo Sánchez Garrafa


Conocí a Pepe Watanabe en los años 70, ambos trabajábamos en el Instituto Nacional de Investigaciones y Desarrollo de la Educación – INIDE, un organismo creado bajo el halo del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas conducido por el General Juan Velasco Alvarado. En el INIDE alternábamos de diversas maneras con intelectuales destacados en diversos campos, siendo ilustrativo señalar en aquel momento a Mauricio San Martín, Raúl Gonzalez Moreyra, José Carlos Fajardo Torres, Luis Piscoya Hermoza; en el área de las letras y el arte era visible la presencia de Carlos Germán Belli, Raúl Vargas Vega, Jesús Ruiz Durand, Danilo Sánchez Lihón, Augusto Higa Hoshiro, Nilo Espinoza Haro, Nobuko Tadokoro, Juan Cristóbal, Lorenzo Osores, Víctor Escalante, entre otros. Una pléyade de personajes sin duda.


Sabemos que José Watanabe nació en Laredo, un pequeño pueblo al este de Trujillo, en 1945. Sus padres: Paula Varas Soto, peruana, de origen serrano y Harumi Watanabe Kawano, japonés, le legaron una doble herencia cultural que, obviamente, se reflejó en su vida y en su obra poética. El recuerdo de Laredo quedaría siempre en su memoria, por lo cual muchos de sus poemas se ubican espacialmente ahí, en ese paisaje costeño que seguramente se ha esfumado, pero que pervive fantasmal en la poética plasmada por el poeta.

Watanabe tuvo una infancia muy pobre. Sus padres trabajaban como campesinos en la hacienda azucarera que movía la economía local y regional. Un golpe de suerte por el que ganaron la lotería de Lima y Callao les permitió desplazarse a Trujillo, la capital del departamento. Luego José tendría oportunidad de migrar a Lima con el propósito de seguir estudios superiores de arquitectura, pero abandonó la carrera. Su formación fue esencialmente autodidacta y no sólo se desarrolló como poeta, en la época en que lo traté hacía también buenos trabajos de diseño gráfico. Más tarde lograría sobresalir como guionista de cine y documentales, escritor de cuentos para niños y dramaturgo, es decir como toda una personalidad polifacética. José Watanabe falleció en Lima el 25 de abril de 2007.


Aquí nos interesa su experiencia poética, aquella que se iniciara con Álbum de familia (1971), obra que le valiera para hacerse acreedor al premio Poeta Joven del Perú. Le siguieron a éste otros poemarios: El Huso de la Palabra (1989), Historia natural (1994), Cosas del cuerpo (1999), El guardián del hielo (2000), galardonado con el premio Lezama Lima de Casa de las Américas, Habitó entre nosotros (2002), Lo que queda (2005), La piedra alada (2005), Banderas detrás de la niebla (2006).

Watanabe se ubica en la generación de los años 70 y entre sus coetáneos sobresale por su identidad propia. No se distinguió precisamente por algún activismo dentro de los movimientos que tuvieron repercusión y notoriedad en la época, aunque no dejó de compartir intereses artísticos y, en particular, literarios, en un ambiente de simpatía y admiración incrementado desde que ganara en 1970 el premio Poeta Joven del Perú. Confieso que, en mi caso, empecé a seguirlo recién a partir de su poemario El Huso de la Palabra, ya que en años anteriores mis lecturas privilegiaron la novela y la literatura científico social sobre la sociedad peruana. Nunca fui proclive a la poesía político panfletaria, de ahí que he tenido natural empatía con poetas como Eielson, Watanabe, La Hoz, Lázaro, Cilloniz y otros más en nuestro medio, sin importar sus estilos, escuelas o experimentalismos. Me ha gustado leer de todo y formarme mi propio criterio selectivo, huyo del empacho literario. Ciertamente, muy al margen de lo que yo pueda opinar, Watanabe es considerado hoy una voz destacada en el escenario poético nacional y su valoración se incrementa cada vez más en diversas latitudes.

De Pepe se dice que Harumi Watanabe, su padre, le enseñó tempranamente a leer los haikus, esos poemas breves de la tradición lírica japonesa, particularmente los escritos por Matsuo Bashō, Yosa Buson e Issa Kobayashi, a los que sumó el aprecio por otros poetas occidentales de tendencia contemplativa. Al parecer, de aquí deriva la generalizada adscripción que la crítica ha hecho de la poética de Watanabe a la tradición oriental. Es insistente la alusión a la mirada desinteresada, pasiva, calmada y testimonial de nuestro poeta, que algunos encuentran cuasi mística y análoga a la prevaleciente en los haiku japoneses. Watanabe, como en toda su obra, muestra una maestría en el manejo de símbolos para interpretar hechos naturales con sencillez y profunda madurez, siendo asimismo perceptible el control de manifestaciones emocionales en procura de conferirle trascendencia a su pensamiento poético.

No puede negarse que en la poesía de Watanabe discurren el asombro y la emoción muy de la mano con la contemplación de la naturaleza y el mundo social. Sin embargo, ya se ha advertido que la contemplación en su poética no constituye un acto de inmovilidad sino básicamente una fuente de inspiración. En una entrevista, el autor señaló lo siguiente: “Más de una vez he dicho que mi poética es la del ojo, consiste en ver, en mirar. Y trato de describir como se describe en cine, con cierta objetividad, aunque el texto sea eminentemente subjetivo” (Rabí do Carmo 2009).

Watanabe no solo se nutre de la actitud filosófica oriental, del laconismo contemplativo japonés, sino también de la cosmovisión mítica interiorizada en Laredo (donde nació), de esa tradición andina sincrética luego de siglos de convivencia con lo occidental europeo. No en vano fue hijo de un migrante japonés y de una mujer andina. Yendo más allá aún, habría que encontrar las raíces de su identidad poética en sus lazos de sangre, pero también de territorio, de vínculos sociales y de endoculturación.

Quizá si uno de los mejores artículos escritos a este respecto, sea el de Tania Favela Bustillo, titulado De la lengua materna y sus historias, en el que se rastrea las relaciones entre mito, lengua y paisaje en algunos poemas de José Watanabe. Creo que, en general, sus planteamientos respaldan mis observaciones originales sobre el poema “El nieto” específicamente. Bustillo repara con agudeza en el peso de la migración andina al complejo azucarero de Laredo, que propició la fusión del imaginario campesino andino con las del hombre de la costa y de los migrantes de origen japonés. La memoria colectiva presente en Watanabe no concierne a aquella que esquematiza acontecimientos y registra fechas sino más bien la pervivencia del pasado que se perpetúa y renueva a través del tiempo, un modo de construir la imagen del mundo. La amplia lectura de Bustillo, recupera referencias míticas al amaru, ser sobrenatural capaz de permutar la realidad, al poder del algarrobo, la sexualidad de la rana, el transformismo de las piedras, la vitalidad de la leche materna. Todo lo cual le lleva a concluir que “José Watanabe, a lo largo de su vida, excavó en su tierra natal, en sus narraciones orales y su paisaje, abrevando en ellos hasta dar con esa lengua materna, lengua nutricia, que posibilitó la textura, el tono y entramado de muchos de sus poemas” (Bustillos 2017: 128).

Una aproximación al poema El nieto de José Watanabe

El poeta y su madre, la señora Paula Varas Soto
En el curso del año 2016, los integrantes del Círculo Andino de Cultura, nos hallábamos abocados a la lectura crítica de producción poética peruana correspondiente al período que va de los años 70 a nuestros días, prestando preferencial interés a figuras que a nuestro juicio no se hallaban suficientemente visibilizadas en el imaginario literario nacional. Entre otros personajes, tuvimos el privilegio de estudiar aspectos relevantes de la vida y obra del poeta José Watanabe. Rescato en este artículo, algunas de las observaciones que me permití compartir con mis colegas en aquella oportunidad con relación al poema El Nieto, el mismo que forma parte del Libro El Huso de la Palabra.

          El nieto

                     Una rana
          emergió del pecho desnudo y recién muerto
                    de mi abuelo, Don Calixto Varas.
          Libre de ataduras de venas y arterias, huyó
                     roja y húmeda de sangre
          hasta desaparecer en un estanque de regadío.
                     La vieron
          con los ojos, con la boca, con las orejas
                    y así quedó para siempre
          en la palabra convencida, y junto
                    a otra palabra, de igual poder,
          para conjurarla.
                   Así la noche transcurría eternamente en equilibrio
          porque en Laredo
                  el mundo se organizaba como es debido:
          en la honda boca de los mayores.

          Ahora, cuando la verdad de la ciencia que me hurga
          es insoportable,
                  yo, descompuesto y rabioso, pido a los doctores
          que me crean que
                  la gente no muere de un órgano enfermo
          sino de un órgano que inicia una secreta metamorfosis
                  hasta ser animal maduro y dispuesto
          a abandonarnos.

                  Me inyectan.
          En mi somnolencia siento aterrado
                  que mi corazón
          hace su sístole y diástole en papada de rana.

          José Watanabe (El Huso de la Palabra, 1989)


No cabe duda que la muerte es un acontecimiento que despierta profundas emociones en los seres humanos. Abre un período crítico que cada sociedad enfrenta de modo particular, permitiendo, entre otras cosas, que sus miembros alcancen una mejor comprensión de su propia vida, de su extinción y de la naturaleza humana en extenso. Para un poeta como Watanabe no podía dejar de constituir una ocasión en que el curso de la naturaleza se prodiga expresando súbitamente sus profundas verdades. Pienso que en la poesía encontró el lenguaje apropiado, si bien limitado, para aproximarse a tales verdades.

La palabra es animadora, pero también petrificadora (cual rayo). Convence y petrifica, se convierte en testimonio. Eduardo Chirinos en El techo de la ballena, aproximaciones a la poesía peruana e hispano americana (1991), advierte en Watanabe una atmósfera mítica insuflada de memoria colectiva (un alba en tiempo remoto), de sabiduría de los mayores, creencias y costumbres populares que devuelven al poeta imágenes de su infancia, más ciertas y reales que las ofrecidas por la muerte en un hospital. Esta es una observación muy acertada. Hay en este y casi todos los poemas de El Huso de la Palabra la presencia de un pensamiento real-maravilloso fuertemente arraigado en los pueblos andinos.

En El nieto, lo que podría parecer un hilado puramente literario, colmado de metáforas, es más bien un texto que alberga una cosmovisión, a la que podemos atribuir elementos de origen oriental pero también andino, aspecto éste que se nos hace evidente a quienes provenimos de este núcleo duro de identidad. En este sentido, encuentro que si bien el poema guarda afinidad estética con la tradición poética japonesa, por su laconismo contemplativo y actitudinal, tiene conceptualmente mucho de andino. Me explico: La rana sugiere retorno e inmortalidad, por asociación con la metamorfosis y, en este caso particular, la rana que emerge del pecho de Calixto Varas tiene una connotación líquida, de fluido, de sustancia vital corporeizada. Por lo demás, en el mundo andino, la relación de la rana con el espacio subacuático del inframundo o Ukhupacha, va por el lado de la lluvia y la humedad. En la semilla duerme el germen de la vida, que solo necesita agua para despertar.

El registro de la palabra, el huso, permite revivir o actualizar un orden primordial (situado en el pasado) que está tejido con el presente y que a su vez se halla en trance de convertirse en futuro. La sangre roja y húmeda puede ser interpretada como persistencia de la vida, pero también como continuidad en la estructuración de los linajes.

Nieto y abuelo en diversas lenguas amerindias, se denominan con el mismo vocablo. Son los extremos que se tocan en una cadena en la que los acontecimientos se repiten, actualizando lo primordial. El nieto supone la existencia de un viejo o anciano que le antecede, cuya memoria se encarga de reeditar el movimiento del tiempo-espacio. El viejo o machu andino es también conocido como machula, ñawpa o gentil, ser antiguo y momificado que ya no vive en el mundo diurno, sino que habita el fondo de cavernas en un dominio lunar. Como está seco, ya no puede albergar a la rana, por lo que su energía o kamay migra a un ámbito acuático. En culturas agrarias como la andina - y Laredo lo es- el estanque de agua se asocia a la tierra. Las sombras o espíritus de los difuntos regresan al mundo interior que conserva humedad.

El sufrimiento ocasionado por la enfermedad, retrotrae el escenario de la muerte, haciendo que el individuo experimente un acercamiento a sus ancestros. En El Huso de la Palabra y, en particular, en los versos de El nieto, Watanabe nos hace partícipes de una mirada de la muerte en la que su batalla personal con el cáncer y su hospitalización en Alemania, trascienden hacia una comprensión asida en la cultura de soporte. Mientras se le inyecta, fluye la vida, late de un modo establecido que si bien atemoriza, luego ha de proporcionarle paz.

Está claro que frente a la posibilidad de morir, el poeta se apoya en la concepción de la muerte entendida desde culturas que se imbrican: la andina y la oriental, con sus fondos simbólicos fundamentales. La sociedad arcaica se sujeta a un orden universal en sus orígenes. La muerte no es el fin de la existencia. Es un pasaje en un ciclo que sigue su curso. La noche transcurre en equilibrio, el día es otro espacio de equilibrio, ambos mundos son eternos. Sólo lo liminal es transitorio. En los Andes, nuestro paso por kaypacha es contingente. Un ciclo, lo que ocurre con Calixto Varas, se repite en el propio poeta. Es él quien experimenta la maduración del animal dispuesto a abandonarlo.

Sobre la prosapia familiar del poeta

Gracias a un reporte periodístico escrito por Juan Carlos Fangacio (2017) nos enteramos de diversos detalles genealógicos por la rama paterna del poeta José Watanabe. Durante una visita al Japón efectuada el 2016, la artista visual Maya Watanabe, una de las hijas del poeta, había sido contactada por reporteros de la cadena de televisión pública NHK, atraídos por el ascendiente japonés de su progenitor.

El padre del poeta, Harumi Watanabe había llegado al Perú como inmigrante en 1919 estableciéndose en la costa norte. Su deceso se produjo en 1960, cuando José tenía solo 15 años. Esa escueta información experimentó un vuelco con la investigación periodística emprendida en Japón, que permitió hurgar en los registros familiares oficiales o koseki. Los resultados fueron sorprendentes. El verdadero apellido de Harumi era Hasegawa, él había pasado a tomar el apellido Watanabe en 1916, cuando a los 20 años de edad fue adoptado por su nueva familia. Los Hasegawa habían sido una familia de samuráis al servicio de un poderoso clan asentado en Iwakuni, su localidad de origen. Tomonozuke Hasegawa, abuelo biológico de José Watanabe, así como su bisabuelo Juzan Hasegawa, habían sido poetas reconocidos en su época. Todo esto, fue transmitido con gran despliegue a través de la señal regional de NHK de Okayama.


Los hallazgos descritos de manera tan sucinta deben haber sido justificadamente satisfactorios para la familia Watanabe del Perú. Ubicar a los antepasados, conocer el origen familiar, pesa bastante en la construcción de la propia identidad. Es claro que ninguna identidad es unilateral y pienso que tampoco corresponde a la realidad la posesión de múltiples identidades, de miles de rostros, salvo en casos de vocación actoral o en trastornos disociativos de la personalidad, por lo que cabe celebrar la riqueza de las identidades plasmadas en contextos de interculturalidad. Solo me permitiré preguntar si aquí, en nuestro medio, alguna vez, Tv Perú, América Tv, Panamericana o Latina Tv, algún medio en fin, se interesará por establecer la genealogía andina de sus personajes ilustres, sean estos procedentes de Otuzco, Surimana o de los extremos de Carabaya.

Entre tanto, significa mucho para mí haber compartido, alguna vez, cotidianas experiencias, con un paisano mío que fue capaz de escribir tan maravillosamente sobre las cuatro calles de Laredo y la rana que un día emergió del pecho de don Calixto Varas.

Referencias bibliográficas

BUSTILLO, Tania Favela
2007      De la lengua materna y sus historias (On Mother Language and his Stories). En Mitologías hoy. Universitat Autònoma de Barcelona. Vol.º 15, junio 2017. pp 113-129.

CHIRINOS ARRIETA, Eduardo
1991      El techo de la ballena: aproximaciones a la poesía peruana e hispanoamericana contemporánea. PUCP, Fondo Editorial. Lima.

FANGACIO, Juan Carlos 
2017      José Watanabe: la increíble historia del poeta es revelada en Tv japonesa. En El Comercio de 20.12.2917. https://el comercio.pe/luces/libros/jose-watanabe-detalles-linaje-japones-son-revelados-noticia-482951

RABÍ DO CARMO, Alonso
2009      Entrevista a Jose Watanabe. En Laredo Perú.

WATANABE, José
1988      El Huso de la Palabra. Colmillo blanco, Lima.


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