Ir al contenido principal

La virtuosidad en el ejercicio poético de Roger Santiváñez*

Rodolfo Sánchez Garrafa

Roger Santiváñez es una persona a la que guardo gran consideración y por la que siento un especial aprecio. Por lo mismo, no me ha sido fácil tomar la determinación de examinar con algún sentido crítico, si no el conjunto de su obra poética, al menos uno de sus ya numerosos libros, pese a que las ganas de hacerlo han estado siempre presentes en mí.


De la profusa producción de Santiváñez tomo el poemario Virtú (Hipocampo 2013), que corresponde a la etapa creativa más reciente del poeta y cuya lectura la ha recomendado él mismo en algún momento. No podría decir que Virtú sea el texto más representativo de la poética que aquí interesa, pero es sin duda una muestra de su ya larga evolución y perspectivas.

Una voz turbadora y cierto desenfado

Hay poemarios de Santivánez tales como de Antes de la muerte (1979), Cor Cordium (1995), Eucaristía (2004); y, obviamente, Heartbraker (1974), que encuentro acentuadamente asequibles a mi formación lectora y entendimiento poético convencional, en tanto que Virtú se me antoja con un aire al Martín Adán de los 60, con una voz turbadora, y cierto desenfado insuflado de planeos rasantes sobre un paisaje aparentemente familiar a su recorrido por mundos diversos.

Virtú –ha dicho el propio poeta– concreta una búsqueda de iluminación en el sentido enunciado por Pound: “(…) desplegados los gusanos de seda tempranamente resistiendo/ a la luz de la luz es la virtú” (Canto LXXIV en Cantos Pisanos 1948). Preciso es decir que la voz italiana virtú se traduce en español como virtud y que en el poemario de Santiváñez, su búsqueda de iluminación no concierne ciertamente a la aspiración de alcanzar una “perfección” o “rectitud” moral en el sentido cristiano; quizá tampoco a una idea que condense la conciencia respecto a un conjunto de cualidades útiles para vencer limitaciones del presente en la tarea de construir belleza y sentirse guerrero sin ser, necesariamente, temerario ante la eventualidad de contrastes venideros. Pienso que es mucho más apropiado, en este caso, entender virtú como un marco de orquestación, en el que la virtud es reconocible como excelencia y logro de armonía en lo diverso.

La condición posmoderna

Bien se ha dicho que el poemario Virtú constituye, para su autor, un punto de concentración en el que rompe la marea de la memoria, haciendo que afloren imágenes cual restos de un naufragio (Ochoa 2015). Es claro que todo ser humano, construye su visión del mundo a partir de imágenes inscritas en su experiencia de vida; sin embargo, encuentro que lo particular en Santiváñez es la expresión de la condición posmoderna en su creatividad poética (no me refiero al posmodernismo literario, sino a la postura filosófica posmoderna que arranca en el 68). En Virtú se imponen, en efecto, la heterodoxia y la pluralidad cosmopolita global: “Sombra que alumbra la penumbra umbría/ De tu luz querida quizá soul inesperado” (Roberts Pool 2, pág. 30); “Sobre la pileta sic loquitur poeticus en/ Atica reverbera Apolo de Belvedere no/ Se sabe porqué subiendo atmósfera declina” (Piscina Roberts 2, pág. 44); “Atlántico helado posees la canción/ Capaz de volarme hasta costas de Lima/ Gaviota de mi memoria se oscurece” (Dolor 4, pág. 20); “Pero otra vez resurge naranja/ Esplendor luz de coche bomba/ En Lima en los 80 & después” (Piscina Roberts 5 Durante, pág. 47).

Este ramillete de poemas virtuosos conjuga narraciones diversas que con arte, nos sirven bocados de dulce refinamiento, entre cuyos ingredientes está también presente el referente aparentemente trivial que viene desde los días subversivos contra el canon de la modernidad: “El verano más dulce que conoció el/ Cielo de tu chompita blanca labrada/ Con florcitas azules dispuestas en tu// Pecho, aquel que me mostraste abrién/ Dote el escote para darme su pris/ Tina belleza intocada” (Dolor 2, pág. 18); “ Para sondear la densa liquidez & sentir/ La refrescante tibieza helada de una/ Belleza Chiquita & calatita deshaciéndose” (Roberts Pool 5, pág. 33); “Hi! Me dijo una sirena niña/ Echada en su tabla roja deslizan/ Dose sonriente on the silk–screen” (Sea Isle 4, pág. 14). Como se puede apreciar, el lenguaje poético de Santiváñez tiene una lógica y una forma particulares, en un español salpicado de grafías, conjunciones, palabras o frases dichas en idioma inglés. La versificación rítmica, musical, entrecortada que practica, ya es inconfundible y modélica, tanto que su impacto es visible en la escritura poética peruana de hoy. El sello de Santiváñez es el de un rey Sol, para sus seguidores e incluso para otros que ignoran serlo.

Actualización de una matriz nutricia

Ahora que lo pienso, la fragmentariedad, la multiplicidad de referentes culturales, el contraste intencional de un cultismo académico frente al lenguaje popular sea suburbano o contracultural, son también atributos del carácter posmoderno de esta virtú, en la que a pesar de todo se prolongan los ecos radicales de Hora Cero y Kloaka preñados del lenguaje de las calles. Ahí está también ese erotismo juvenil, reminiscencia constante de toda rama verde que en su fractalidad es actualización de una matriz nutricia original: “Mientras amorcillos cazan corazones/ En la bóveda velada brilla la luz/ Estás bien cachada a tu solaz” (Roma 1, pág. 23); “Pleno fugaz huía el día hacia la/ Pura poesía de tu nocturno sudor ver/ Ano cuya suave carne se abría” (Roma 2, pág. 24); “Primera parada antes de volver al/ Area clara donde ungido al crepús/ Culo adorado bebí la luz dorada” (Roma 3, pág. 25); “Longa su cintura ice cream & en el borde // Borde de los muslos flota un agua purísima/ Los chiquillos le ponían los cabellos en la/ Frente mientras uno a uno la punteaban” (Roberts Pool 4, pág. 32).

Y aquí es donde refulgen versos de lírica infinita, con los cuales Santiváñez reedita su vocación de Picasso de la poesía, tan o más asombroso en su clasicismo, su azul rosa, como en la geometría básica y última de sus líneas angulosas: “En la resaca de un tumulto an/ Cestral ingrávido prendido a las/ Estrellas dormidas todavía si// Nuosas en su cielo ampayado de /Todos modos por las sabias orillas/ Mojadas y desnudas tras el aire/ Blandido suavemente revoltijo que/ Se desata en mi corazón & lo hace llorar” (Sea Isle 2, pág. 12). Llega el poeta a la matriz nutricia saltando inmensos mares empequeñecidos, islas celulares, playas y ríos que se tocan las manos en la cadena desoxirribonucleica de los versos.

“Días vendrán solitarios como aves/ Desbandadas picoteando el pecho/ De amor oculto en pulcra nube// Allí donde Dios me dio tu nombre/ Para escribirlo de nuevo en/ La perfecta rosa de ti misma escapada” (Dolor 1, pág. 17). Quiero entender que este es el misticismo que embarga al poeta, el nuevo sentido de una música orquestal virtuosa, cuyas partituras arrebatan con reiteraciones rítmicas y fónicas. Quiérase o no, Santiváñez ya no es el parricida literario de sus años mozos, ha sido capaz de establecer su propio canon insumiendo la gran tradición universal, frente al cual los supuestos prospectos anticanónicos llevan el atraso del tiempo y la pobreza de lecturas. Su condición de migrante ubicado en una sociedad desarrollada, no ha impedido que se reconozca a sí mismo como hombre de vida pendular, un aeda que pasea por el mundo a semejanza de un demiurgo órfico, con arrestos dionisíacos si un buen trago lo encandila y la nostalgia del rock lo gana.

La poesía de Santiváñez está rozagante, no estoy seguro de poder llamarla post-posmodernista ni ultramodernista, ni siquiera poética del lenguaje. En cualquier caso es una puerta abierta a la confrontación pacífica de la voraz globalización de la cultura, con oportunidades desde las identidades culturales propias. Acabo este breve comentario con palabras del poeta: “Siempre en poesía querida gente de la poesía”.

* Roger Santiváñez (Piura-Perú, 1956).- Poeta libre pensador, profesor de español en Temple University y en Drexel University (E.E. U.U.) donde reside desde el 2001. Estudió literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Trabajó como periodista cultural y/o colaborador literario de páginas editoriales en diversos medios escritos de Lima desde 1976 hasta 2001. Obtuvo el grado de Ph. D. en Literatura Latinoamericana por la Temple University de Filaldelfia. Aunque ya por el año 1977 fundó con Edgar O’Hara el grupo La Sagrada Familia, habiendo publicado su primer poemario: Antes de la muerte en 1979, se le considera miembro de la generación poética de los 80s. Precisamente en 1980 se incorporó al Movimiento Hora Zero y en 1982 fundó el Movimiento Kloaka con Mariela Dreyfus. Codirigió con Dalmacia Ruiz-Rosas y Jose Antonio Mazzotti el suplemento cultural «Asalto Al Cielo» en El Nuevo Diario (1986). Entre 1988 y 1999 fue colaborador en los diarios y revistas: Oiga, La Crónica, Página Libre, Caretas, Expreso y El Peruano. Tiene una vasta obra poética con títulos como: Homenaje para iniciados (1984), El chico que se declaraba con la mirada (1988), Symbol (1992), Cor Cordium (1994), Santísima Trinidad (1997), Historia Francorum (2000), Eucaristía (2004), Amastris (2007), Roberts Pool Crepúsculos (2011), Virtú (2013). Sus poemas han sido traducidos al inglés, francés, alemán e italiano. Obtuvo el primer premio de poesía en los IV Juegos Florales de la Universidad de Piura (1973), Mención Honrosa en el Concurso El cuento de las mil palabras de la revista Caretas (1985), Premio de poesía José María Eguren de Nueva York (2005) por su libro Eucaristía (Tsé-Tsé, Buenos Aires 2004), Premio Libros de Poesía Breve, Hipocampo (201 0) por Roberts Pool Crespúsculos.

Referencias

SANTIVÁÑEZ, Roger: Virtú. Hipocampo Editores, Lima 2013.
MEDINA SÁNCHEZ, Bethoven (2012): Roger Santivañez: Escribo por secuencias fónicas. Entrevista publicada en El teclado excéntrico, consultado en http://www.librosperuanos.com/autores/articulo/00000002028/
OCHOA, Antonio (2015): Desde el horizonte, la marea de luz: sobre «Virtú» de Roger Santiváñez. Consultado en http://www.vallejoandcompany.com/


Comentarios

Entradas populares de este blog

PABLO NERUDA EN CUZCO 1943

R odolfo Sánchez Garrafa   Corría el año de 1943. Era octubre y entraba la primavera en esta parte del mundo. Tremendos sucesos que cambiarían el curso de la historia universal se habían suscitado ya, para entonces, en el marco de la Segunda Guerra Mundial: La victoria de los EE.UU de Norteamérica sobre los japoneses en la larga batalla de Guadalcanal; la destrucción del Afrika korps en Túnez; la batalla de Kursk u Operación Ciudadela, el mayor enfrentamiento de tanques en todos los tiempos, con el triunfo de los soviéticos en algo más de mes y medio de lucha; la Operación Husky, como se denominó al desembarco de tropas británicas y estadounidenses en la isla de Sicilia con su consecuente ocupación en poco más de un mes. En estas circunstancias globales, el ya famoso poeta chileno Pablo Neruda, 1  hasta entonces diplomático de su país, al que representara desde 1927 en Asia y Europa, volvía a Chile dejando su cargo de Cónsul General en México. El itinerario de retorno esta

José Watanabe Varas. A propósito de su poema «El nieto»

Rodolfo Sánchez Garrafa Conocí a Pepe Watanabe en los años 70, ambos trabajábamos en el Instituto Nacional de Investigaciones y Desarrollo de la Educación – INIDE, un organismo creado bajo el halo del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas conducido por el General Juan Velasco Alvarado. En el INIDE alternábamos de diversas maneras con intelectuales destacados en diversos campos, siendo ilustrativo señalar en aquel momento a Mauricio San Martín, Raúl Gonzalez Moreyra, José Carlos Fajardo Torres, Luis Piscoya Hermoza; en el área de las letras y el arte era visible la presencia de Carlos Germán Belli, Raúl Vargas Vega, Jesús Ruiz Durand, Danilo Sánchez Lihón, Augusto Higa Hoshiro, Nilo Espinoza Haro, Nobuko Tadokoro, Juan Cristóbal, Lorenzo Osores, Víctor Escalante, entre otros. Una pléyade de personajes sin duda. Sabemos que José Watanabe nació en Laredo, un pequeño pueblo al este de Trujillo, en 1945. Sus padres: Paula Varas Soto, peruana, de origen serrano y Harumi

HOMERO ALCALDE CABANILLAS EN SUS LABERINTOS DE MAGO*

I ván Loyola** Conocí a Homero en los lejanos ochenta, cuando en la antigua cantina Cordano, frente a Palacio de Gobierno, soñábamos con la vida del escritor. La vida nos llevó por distintos rumbos, pero nos volvimos a encontrar el año 2,000 en París, donde Homero tenía ya casi dos décadas y recién había publicado su primer poemario, Memoria de Espejos. Nos reencontramos el 2002 también en la ciudad más bella de Europa (no digo del mundo porque llevo a Buenos Aires atravesada en el cuore) y de allí fue un largo hiato hasta volvernos a ver, ya en Perú, vueltos ambos de nuestras peripecias allende los mares (yo viví casi 17 años entre muertos y heridos entre Vancouver y Alaska) y Homero se había ya apuntado su segunda obra, Reydiví. Yendo al libro, el epígrafe resume el espíritu del trabajo: la iniciación del ser en una nueva etapa de la vida, un descubrimiento interior, que, análogo a los ritos de iniciación, el coming of age, dan paso a la exploración de un nuevo yo. Alcalde escoge bie