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Florilegio de Pedro Rodolfo Eduardo Dondero


Bernardo Rafael Álvarez

Hace pocas semanas, Rodolfo Dondero me obsequió, en el Campo Ferial Amazonas, el libro que esta noche se presenta. Al recibirlo, inmediatamente y sin siquiera hojear el libro me atreví a decirle lo siguiente: “Tengo, de entrada, una observación, pero no te voy a indicar cuál es, sino hasta el día de la presentación”. Lo que enseguida hicimos los dos fue echarnos a reír a mandíbula batiente. Bueno, espero que al final de esta breve exposición mía la dé a conocer a todos ustedes, a ver cómo reaccionan.


A Rodolfo lo conocí -personalmente, digo- el 26 de agosto del 2017, en el Café Rilke. Seguramente se asombrarán por la exactitud con que señalo el día y el lugar. Pues se debe a esto: aquel día, en aquel lugar, participé en la presentación de “Horas sin nombre” de “Alexander Sandman” (alter ego o, mejor dicho, seudónimo -en ese libro- de nuestro amigo Alexander Forsyth). Después de haber dicho algunas cosas acerca de la producción literaria de Alex, recibí un saludo inesperado: “Hola, Bernardo, soy Dondero”, así, enfáticamente. Yo, por cierto, ya sabía –al escuchar el apellido- de quien se trataba; nos dimos un apretón de manos y un fuerte abrazo. Me invitó a acercarme a las actividades del “Círculo Andino de Cultura”, del que -con Rolando Santa Cruz Oros y Rodolfo Sánchez Garrafa- forma parte él. Acepté, pero nunca más nos volvimos a encontrar sino hasta esa oportunidad en el Campo Ferial Amazonas. Es decir, contando con la de hoy, solo son tres las veces que nos hemos encontrado Rodolfo y yo. Ello no obstante, nuestra amistad es sólida, ¿verdad, amigo?

Esta amistad, sin embargo, no me impide ser imparcial en mis apreciaciones respecto del libro que hoy se presenta, ni me obliga a ser complaciente. Así que, ¡agárrate, Catalina! Pero, no, no voy a hacer trizas de la producción poética de Rodolfo, ni mucho menos; no porque no quiera, sino porque este trabajo carece de razones para hacerlo: es un buen trabajo, realmente.

Dije que personalmente a Rodolfo lo conocí hace apenas un año. Cierto. Pero digamos que indirectamente yo ya sabía algo de él desde hace muchísimo más tiempo. Rodolfo es agrónomo de profesión y oficio. El día que me entregó su libro, me obsequió, también, una copa de pisco. ¿Saben de dónde provenía ese exquisito licor? Pues de las viñas de Dondero; era producción suya, guardada por varios años. Este apellido -lo confieso- ya “me sonaba”, lo había escuchado o leído antes, asociado al licor bandera de nuestro país. Rodolfo me lo confirmó.

Creo que el pisco (como también el vino) es un licor con alma de poesía. Si literalmente esto no es cierto, pues diré que en el caso de Rodolfo sí lo es, y con creces. No quiero decir (porque no lo sé) que Rodolfo sea bebedor; me refiero a esa vocación que la puso de manifiesto en la producción del exquisito aguardiente destilado de uva y que ahora se ha convertido en creación poética. Por lo demás, el vino y el pisco, qué hacen: pues, darle la razón a Charles Baudelaire, quien en uno de sus más bellos poemas en prosa dijo: “Embriagaos”, “con vino, con poesía o con virtud”. El vino (el pisco) y la poesía son eso, pues: virtud. ¿O me equivoco?

Rodolfo Dondero ha publicado, hasta ahora, tres libros de poesía: Reverberaciones (2015), Los golpes del badajo (2016), Florilegio equinoccial (2018). Es decir, su primigenia producción poética es muy reciente; no proviene de su adolescencia. Bueno, la verdad es que, como ocurre con el amor, no hay edad para la poesía; decir: “has comenzado tarde” es simplemente un error, una falacia. Todo momento -para el amor y para la poesía- son horas tempranas. Y mientras haya energía, vigor, alegría y buena fe, habrá creación, habrá poesía, habrá amor.


Y Rodolfo tiene energía, vigor, alegría y buena fe. Por eso, además, participa activamente en otra cosa que es su pasión: el activismo cultural, y lo hace -como he dicho- con Rolando Santa Cruz Oros y su tocayo Rodolfo Sánchez Garrafa, en el Círculo Andino de Cultura. Y eso es realmente loable. Cultura o, mejor dicho, interés por la cultura es la que buena falta hace en nuestro medio.

Debo decir que cuando leí Florilegio Equinoccial, el libro que hoy presentamos, lo primero que me pregunté (porque soy preguntón, pues) fue qué cosa es “equinoccio”. Siempre he escuchado esta palabrita, pero nunca supe qué significaba. Creí que era algo así como decir “ártico”, es decir, que designaba a alguna región geográfica. Tuve, caballero nomás, que echar mano a eso a lo que todo el mundo recurre: “Wikipedia”. Recién pude saberlo: no es un lugar, sino un momento. Hay dos equinoccios: el 20 o 21 de marzo y el 22 o 23 de setiembre de cada año. Textual, según la enciclopedia virtual: cuando “el Sol está situado en el plano del ecuador celeste. Ese día y para un observador en el ecuador terrestre, el Sol alcanza el cenit (el punto más alto en el cielo con relación al observador, que se encuentra justo sobre su cabeza, vale decir, a 90°)”.

¿Todo claro? Sí, todo claro. Pero, saltó otra duda: ¿por qué tuvo que ponerse el adjetivo “equinoccial” al libro de poemas?, ¿tal vez porque fue escrito justo cuando el Sol alcanzó el cenit?, ¿o porque el autor quiso decirnos que la poesía es eso: el punto más elevado de la palabra, de los sentimientos? Mi respuesta es esta: porque es eso la poesía: el Sol en el cenit.

Y, la verdad, en este poemario veo eso: ennoblecimiento de la palabra, elevación de los sentimientos. Y belleza, mucha belleza.

Como bien dice Alejandro Villagra en la primera parte del prólogo, esta poesía “es un canto, una celebración” y tiene “un  bello lenguaje de flores”. Lo que no comprendo es por qué el chileno, en otra parte, dice que “uno llora leyendo el trabajo” de Rodolfo Dondero. No, no es para llorar; esta es poesía exultante, no es poesía deprimente.

Entre otras cosas, algo que me parece digno de resaltar es la ternura que transmite la poesía de Rodolfo Dondero, imágenes de tierna dulzura como nacidas de la ingenuidad de un niño: “Avecilla de fino plumaje / acaricia y alivia  mi nostalgia”. Poesía amorosa, ajena a la rudeza a veces perversa de la poesía de nuestros exaltados poetas actuales, los otros; poesía, la de Rodolfo, “chapada a la antigua”, pero indiscutiblemente actual. Poesía que estremece, que parece hecha a la medida de nuestras ilusiones y desilusiones por esos amores que se van pero se quedan: “Tú eras mi río y mis brazos, / el cauce por el que discurrías / te marchaste soberbia / ante la perplejidad de mi mirada / y a pesar que ya no estabas / seguiste en mi mente, fluyendo, / erosionando mi espíritu vencido”.

Pero no solo es poesía amorosa. También, en el libro de Rodolfo, hay preocupaciones de carácter escatológico (aludo a la primera acepción, naturalmente). “Ante lo inexorable”, nos dice, “la mejor respuesta es el olvido”. El buen humor, es decir, la “celebración” aludida en el prólogo, se manifiesta al menos en dos poemas: “No puede la paloma / volar batiendo alas / a ritmo de tango…” (El vuelo de la paloma); “El pájaro ateo / extiende sus alas…” (El sueño del pájaro ateo). Imágenes caprichosas en un contexto medio dramático. Hay, también, adjetivaciones insólitas que revelan el verdadero talento poético y la libertad creadora: “Tus labios pintados / de color mudo…” Y, claro, Rodolfo no es ajeno a lo injusto de la realidad humana; un poema especialmente conmovedor es aquel en que dice; “¡Qué difícil es calzar los zapatos de los pobres!”

A pesar de la ternura que habita en esta poesía y que es su sello o marca, no está vedada aquí, digamos, la a veces necesaria grosura, la palabra áspera que, claro, no tiene por qué estar excluida ni prohibida de la poesía. Veamos. Hay un poema (La brecha) en que se dice que al poeta todos le tratan de “usted”, pero que él procura siempre verse jovial y, así, hasta busca aprender los giros del lenguaje y suelta bromas y chanzas y, así y sin más ni más, nos advierte a boca de jarro que alaba “las tetas y el culo”.

¿Es o no bella esta poesía? ¡Lo es, señores! La belleza no es sinónimo de agua de azahar o perfume de patchuli; la palabra atrevida, incluso si es violenta, mientras no sea usada para dañar, también es bella.

En la dedicatoria que Rodolfo puso en el ejemplar que me obsequió dice: “para que te acuerdes del quehacer poético y cómo la poesía sufre en manos inexpertas”. Equivocado. Al leer este libro no es eso lo que uno puede advertir: primero, porque aquí no hay sufrimiento; segundo, porque no son inexpertas las manos de Rodolfo cuando de escribir poesía se trata. Lo que revelan las palabras que me dio como dedicatoria son esto: humildad, y eso es una forma -tal vez la más digna- de ser poeta.

Saludo y felicito a Rodolfo Dondero por esta bella entrega poética que nos hace mucho bien, realmente. Léanla, la disfrutarán.

Ah, estaba a punto de olvidarme. Hablé, al principio, de una “observación”. No es precisamente eso; se trata, más bien, de una interrogante. Un título fonéticamente parecido al del libro de Rodolfo lo leí por primera vez hace muchos años en uno de don Manuel Beltroy, y que conservo en mi biblioteca: “Florilegio occidental” se llama y es una antología –publicada en 1963- en que, por ejemplo, el autor de los Cantos pisanos es nombrado no como Ezra, sino -en una curiosa “castellanización”- como “Esdras Pound”. Bien, la pregunta es esta: ¿Por qué a su tercer poemario, Rodolfo Dondero lo ha llamado “Florilegio”? O, dicho de otro modo, ¿a qué creen ustedes que se debe esta duda o inquietud mía? Lo dejo ahí, como tarea.

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