Rodolfo Sánchez Garrafa
La nostalgia es un estado
emocional profundo, ligado desde siempre a la creación poética; por lo general,
conlleva un sentimiento de privación o pérdida que suele asomar en las despedidas,
ni qué decir cuando se deja algo o a alguien.
Dado que la realidad es
cambiante, podría decirse, sin peligro de exageración, que la poesía -en sí
misma- es nostalgia que asoma desde el instante en que tomamos conciencia de
que, inevitablemente, lo que es deja de ser. Dice nuestro poeta que la
nostalgia es prueba de vida, pues solo la vida que muere deja atrás la memoria.
Acepto, sin reservas este aserto, con mayor razón cuando al leer sus versos me
convenzo de estar en presencia de una nostalgia que considero telúrica y
vivencial.
La memoria del
árbol
Ha
escrito Mario Benedetti sobre la nostalgia, preguntándose: ¿De qué se nutre la
nostalgia? Dice, entre otras cosas, que uno evoca dulzuras, cielos atormentados,
escándalos sin ruido, paciencias estiradas, bellezas del mercado, cánticos y
alborotos, escopetas de sueño, perdones bien ganados, pero considera que esos
mínimos son meros simulacros, y que la única nostalgia válida del poeta es la
de su propia piel.
Carlos Zúñiga Segura, el viejo aliso, abedul o lambrán tayacajeño, cumple con esa condición, escribe con una nostalgia nutrida de su propia corteza. El corazón de su sabia está en la cabellera de ñustas mojadas en la lluvia, en su vida pasada y en los sueños de ayer. Su poesía reconstruye las formas de su propia alta sombra dispersa en el paisaje de la tierra, evoca recuerdos que abrigan como fogones, y sentimientos del hogar lejano siempre presentes. Este aliso criado en suelo profundo, húmedo y rico reconoce el corazón de su vida; al hacerlo renueva su vitalidad, tanto como para continuar floreciendo en un tiempo que ya se halla coronado de años victoriosos.
Carlos Zúñiga Segura, el viejo aliso, abedul o lambrán tayacajeño, cumple con esa condición, escribe con una nostalgia nutrida de su propia corteza. El corazón de su sabia está en la cabellera de ñustas mojadas en la lluvia, en su vida pasada y en los sueños de ayer. Su poesía reconstruye las formas de su propia alta sombra dispersa en el paisaje de la tierra, evoca recuerdos que abrigan como fogones, y sentimientos del hogar lejano siempre presentes. Este aliso criado en suelo profundo, húmedo y rico reconoce el corazón de su vida; al hacerlo renueva su vitalidad, tanto como para continuar floreciendo en un tiempo que ya se halla coronado de años victoriosos.
Su
ser árbol es sensible a la nostalgia de la tibia humedad, la fuente y el río,
la lluvia que refresca raíces y cubre el suelo de azucenas, el trino de las
aves canoras al abrigo del espíritu del agua, que es la memoria, esa proveedora
diligente de inspiración. Esta suma de elementos, constituye un gran escenario
que confiere profundidad y perspectiva a la obra poética de Carlos Zúñiga, de
manera que el presente dejaría de tener sentido si se le privase del fondo
primario constituido por la experiencia vital.
La
nostalgia, que es también saudade, es decir la que más duele, viene frente a la
distancia de lo querido, a la lejanía del tiempo, a lo pensado que jamás llegó,
a la ausencia del ser amado, al peso de los años, es una saudade de la ausencia
consentida pero también de la presencia ubicua de los espíritus tutelares.
La condición
migrante
Los
versos de nuestro poeta, traspasan las vallas territoriales y temporales,
aunque es visible que no niegan el peso de su anclaje en una áspera soledad y
vacío.
En
su poesía, el tránsito del medio provinciano a la metrópoli nacional tiene como
preludio al punto de separación física, donde se regocijan sombras en el
trasmundo imaginado mientras pita la estación del tren. En este espacio liminal,
la estación, el hombre empequeñece, se anonada ante la incertidumbre,
encontrando un refugio natural en el ojo del silencio. Atrás, las torcazas
avivan los tizones de sus pechos amantes; adelante, fustigan el vértigo y el
temor del olvido.
En
la estación de la despedida, se inaugura la ausencia del poeta. En algún rincón
quedan las dulces espumas de un viejo amor, mientras adelante se perfilan
ajenas estancias. En principio el destino del viaje del exilio es anónimo, la
ciudad hospedante carece de nombre, es un enigma.
Al
dejar vacía la estación, el poeta toma al viento por acompañante (Sombras
cortantes, Estación vacía). Ese viento cuyo empuje habrá de acrecentar,
precisamente, el poder que concede la nostalgia. Lo que el vate hace al llegar
a su nuevo hábitat es vagar por sus calles, elegir su morada cerca del mar en
los arenales, inaugurar una nueva estación en las pupilas de una mujer,
inventar otra ventana donde perfilar sueños, sentirse feliz en la confidencia
de las wakas u oráculos que va hallando a su paso, es decir, aceptar este nuevo
mundo, marcarlo, ponerle un nombre, ocuparlo.
La animación del
poder poético
Como
regalo de los dioses, principalmente de Tulumanya, el arcoíris, el poeta posee
tinajas llenas de sortilegios lunares que conjuran al silencio y a los vastos
reinos de la bruma. Es ciega su confianza en los apus o espíritus de las montañas y guarda celosamente su memoria
protectora. Vemos que la celebración de los ancestros forma parte de un ritual
de vitalidad, que permite acentuar los perfiles de padres y abuelos, siendo que
así se renueva constantemente el poder poético, es decir el dominio de la
palabra en este mediador admirable.
Por
ese poder iluminador, el poeta accede a un pasado primordial y lo actualiza. En
el tiempo eterno encuentra a sus ancestros reales, y así se reconoce como hijo
de los Andes y de las entidades divinas que lo habitan, llámense, apus,
señores, wakas inmortales que se levantan y caminan, el hombre mismo
(Invocación, Celebración de Huantille).
Ser
de linaje divino, un brujo, danzante de tijeras y, al mismo tiempo, poeta, le
ha permitido a Carlos Zúñiga sobrevivir al vértigo del tiempo y dominar a la
urbe alucinada. Cual semilla también deificada, este hijo del arcoíris ha
vuelto a escuchar el canto de los jilgueros que dejó atrás en la estación del
adiós. Si bien, a veces, puede verse a sí mismo como un noctívago, es
esencialmente un ser de las revelaciones y poseedor del poder mágico de la luz,
que administra muy seguro de la transitoriedad de la noche. La fuerza y pasión
de su espíritu sostiene su convencimiento respecto a la bondad de los astros.
Su poesía, vibración creativa es, en efecto, un auspicio al Sol y a los colibríes
que rebullen de gozo con los deslumbres del alba.
La eternización de la belleza
El poeta de Marbella ha hecho
suya la promesa de la lírica y, en consecuencia, ha asumido la misión de buscar
y eternizar la belleza. En el fondo, como ya se ha dicho, se ve a sí mismo como
un viejo aliso, el lambrán o lambras nostálgico, el mismo que sintió inaugurar
su soledad en la estación de su lar de origen (Sombras cortantes), el Sol que
sueña con la eterna belleza (Canción del agua), el danzante que se refugia en
el rincón del viejo amor (Transfiguración de sombras).
Hombre árbol, que confía en que
la noche no es eterna, procura en cambio eternizar la belleza inventando otra
ventana donde se perfilan los sueños (Nostalgia del viejo aliso). Para él la
vida tiene un encanto indeleble, con el cual reconstruye las formas del
espíritu, cual ocurre en el mundo estelar. Nada mella su ánimo, cuando rompe el
silencio y crea poesía de lluvia, poesía de vida.
La literatura forma parte de la gran aventura de vivir, tanto más si esa aventura implica una eternización de la belleza con que es posible derrotar la ausencia. Un lenguaje peculiar no exento de giros idiomáticos propios que agregan belleza a sus versos, le proporciona instrumentos apropiados para esta empresa: Danzas y hogueras encantatorias (María Verdemar, Tatuajes), agua que se unimisa con el viento (Canción del agua), cantares que se escucha mientras goterones golpean las tejas (Injuria de los años), árboles que se tornan azulosos cuando los antepasados recojen sus huesos (Los gentiles); confesiones, como cuando dice: me esperanzo en la bondad de los astros (Hijos del Arcoíris).
La literatura forma parte de la gran aventura de vivir, tanto más si esa aventura implica una eternización de la belleza con que es posible derrotar la ausencia. Un lenguaje peculiar no exento de giros idiomáticos propios que agregan belleza a sus versos, le proporciona instrumentos apropiados para esta empresa: Danzas y hogueras encantatorias (María Verdemar, Tatuajes), agua que se unimisa con el viento (Canción del agua), cantares que se escucha mientras goterones golpean las tejas (Injuria de los años), árboles que se tornan azulosos cuando los antepasados recojen sus huesos (Los gentiles); confesiones, como cuando dice: me esperanzo en la bondad de los astros (Hijos del Arcoíris).
Colofón
La
maestría del poeta es tal que le permite arribar a una altura en que la
nostalgia deja de residir exclusivamente en lo que se dejó, para dar lugar a
una añoranza de aquello que nunca ocurrió. A despecho de los tesoros logrados
en la travesía de la vida y que forman parte del equipaje, acoge una añoranza
de lo que no se pudo dar (Tatuajes), las quimeras apenas entrevistas (Paraíso
de los suicidas), ojos encendidos de utopías (Faros iluminados). No obstante su
nostalgia es todo menos triste, es una nostalgia nutriente. Como el aliso,
Carlos Zúñiga se ha encargado de mantener su necesaria cuota de drenaje y
humedad para vencer las limitaciones del suelo y ofrecernos las posibilidades
de una ecología humana sorprendente.
Para
este aliso está lejos todavía el día de tornarse azuloso, recoger los huesos y
caminar al campo de los misterios.
* Carlos Zúñiga Segura: Nostalgia del viejo aliso. Ángeles del Papel Editores, Lima 2017.
* Carlos Zúñiga Segura: Nostalgia del viejo aliso. Ángeles del Papel Editores, Lima 2017.
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