M artín López-Vega Cuando en 2011 el premio Nobel de Literatura cayó en manos de Tomas Tranströmer (1031-2015), para muchos fue un acto de justicia poética. Si no lo tuvo antes fue precisamente por ser sueco; el jurado, tan cosmopolita, no quería pecar de provinciano. Sin embargo, todos los premiados anteriores (especialmente los poetas) habían incluido entre sus actividades rendirle pleitesía cuando iban a recibir el suyo (Wislawa Szymborska, que acabó por cancelar casi todos los eventos alrededor de su premio en Estocolmo, no dejó de visitarle); y eran muchas las voces que desde hacía tiempo reclamaban su poesía como una de las esenciales del siglo XX. Joseph Brodsky, por ejemplo, siempre decía que a nadie le había robado más metáforas que a Tranströmer; y el poeta chino Bei Dao cuenta en sus memorias una visita a Suecia, donde coincidió con ambos (Brodsky y Tranströmer) en un ambiente de común amistad y admiración. La poesía de Tranströmer es una especie de tormenta perfecta de la